Entre las gentes que allí convergían no tardó en descubrir agazapadas a furtivas parejas que, al igual que ella en otro tiempo, se ocultaban de las constantes miradas de reproche, buscando, sin demasiado éxito, la intimidad de un rinconcito donde la clandestinidad de su amor tuviera cabida. Así fue como quiso el destino que tan alusivas visiones se manifestaran, asestándole aquel inesperado golpe que había de intensificar la llama del recuerdo que la consumía en estas horas de soledad.
«¿Por qué donde quiera que dirija la mirada hallo un sufrimiento que se sustenta en la alegría de otros?»
Aquejada de cierto ahogo le sobrevinieron continuas punzadas que se adueñaron de su pecho para castigar con vehemencia un corazón que angustiosamente batía, y al que no pudo ofrecer más consuelo que el de unas manos que, posadas sobre él, trataban de apaciguarlo. Ávida de sosiego hizo un alto en aquel autoimpuesto peregrinaje, yendo a sentarse con pesadez sobre unos de los bancos de piedra más cercanos, los cuales tenían la forma de briosos y juguetones delfines que, ejecutando enérgicos saltos, parecían emerger del agua para saludar. Y allí esperó el término de esta nueva batalla que sostenía con sus sentimientos, a la que por todos los medios procuraba sobreponerse para salir airosa. Sabía que no debía llorar, al menos, hasta que junto a ella no quedara más compañía que la de un desconsuelo al que habría de encubrir en secreta complicidad, con la esperanza de hallar un sitio apartado donde, con lágrimas, intentar ahogar junto a aquel toda emoción que, como una hiriente negación de prosperidad, se revelase lastimosamente contradictoria. Así fue como descubrió que aún en este amado jardín se le negaba el consuelo; así que entre tanta gente volvía a quedarse sola, porque la única persona con la que quería estar ya no deseaba estar con ella. Por lo que empezó a creer con relativa certeza que finalmente había huido de su lado el amor. Y como el amargo regusto de un recuerdo ingrato, afloró el fragmento de un poema de desamor de Lanaiel, que en este momento llegó a alcanzar verdadero significado: “¿Qué es el amor sino un mal del alma que nos ofrece una felicidad tan hermosa como efímera? Como una burla en la cara de la razón que, cuando le llega el morir, solo deja un vacío que llenamos con una amargura de la que únicamente podremos liberarnos al recaer en un nuevo y absurdo amor”.
Y aunque creía conocer los motivos que hicieron que su desasosiego lo forzara a partir, hubiera dado todo por una mísera esperanza de regreso. Tanto es así, que un “hasta pronto” hubiera bastado para que esa pequeña llama de ilusión se mantuviera viva por más tiempo.
«¿Con qué alimentaré la esperanza de que vuelva?»
Y así continuó, inmersa en una duda que maliciosamente trataba de atribuirle el peso de una culpa que, aún en su inexistencia, se apoderaba de ella, instándola a asumir una creciente deuda para con aquellas heridas que en él se abrieron y que fue a sanar más allá de estos muros.
Instantes más tarde, cuando la dama estuvo algo repuesta, se incorporó; y con paso distraído anduvo sin rumbo, como única navegante que surcara en su soledad el mar de la incertidumbre. Y así continuó, hasta que sus pies errantes se detuvieron al llegar a uno de los extremos del puente que había sido levantado sobre el estanque artificial. Ayudándose del pasamano de plata ascendió por los tallados tablones que componían su base, para detenerse bajo un dosel de hojas de enredadera de las que brotaban pequeñas flores, cuyos minúsculos pétalos encarnados parecían emular lágrimas de sangre que, arrancadas por el vaivén del viento, se derramaran sobre las aguas en un llanto constante. Desde lo alto sus ojos, como infatigables perseguidores de toda hermosura, se detenían de forma intemporal en cada paisaje, buscando que este le proporcionara la quietud con que sustentar el espíritu. Pero por más que se afanaba en saciarse de ellos, devorando con avidez armonía y magnificencia, no lograba colmar el insondable vacío dejado por la melancolía. Y en el transcurso de tan incesante búsqueda su mirada acabó posándose en aquel cristalino fondo, donde era posible contemplar con suma claridad las múltiples maravillas que en este singular estanque se albergaban.
En él se hallaban diversas esculturas cubiertas de pedrería, algunas que sobre tallados pedestales aparentaban debatirse, como si impetuosamente trataran de emerger a la superficie. Por todas ellas se extendía una fina capa de musgo cubriéndolas parcialmente y dándoles unos aires que las hacían integrarse de un modo más natural en el entorno. Las profundidades de dicho estanque estaban ornamentadas con plantas acuáticas, encontrándose entre estas otras elaboradas a partir de diversos metales a los que la mano del hombre dio forma, asemejándose en hermosura a las que allí crecían.
Entre los recovecos del fondo nadaban despreocupados peces de un tamaño considerable, únicos pobladores de aquel paraíso semi-artificial; en el cual, al mirarlo desde donde ella lo hacía, se descubrir que la vegetación, al igual que estos animales acuáticos, conformaba la parte móvil de un singular mosaico. Con la llegada de esta época del año los días se hacían más largos, como si por capricho transcurrieran con lentitud. Pero aun así, cuando la joven señora se quiso dar cuenta ya era bien entrada la tarde, y el astro rey, como el esclavo liberado del tiempo, comenzaba a perder su fulgor, indicando cuán próxima estaba su despedida. Como se cita en el “Eterno romance estival” de Ainbhar Dáihun, con base en leyendas y mitos populares.
Apéndice Eterno romance estival
2 comentarios:
Ay, triste y melancólica dama, herida de muerte por el amor!
(Me sobra la invocación a la segunda cita. Con la Lanaliel, el párrafo está sobrado)
Buenas caballero.
Lo tengo en cuenta,aunque prefiero esperar a que leais un poco más, porque el hecho de que se haga de noche tiene más transcendencia de la que cabría esperar.
Un abrazo. Nos seguimos leyendo.
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