―Palabras, muchas y muy bien expresadas en diversos aspectos, mas no por ello os figuréis que se antepondrán a la realidad, la cual no es otra que la de que ambos han cometido una falta cuya gravedad tiende a penarse con la muerte ―indicó el capitán sin amedrentarse, aunque no dejaba de ser cierto que el cambio en el anciano, que seguía mirando la partida de su tutelado ofreciéndole indecorosamente la espalda, despertó cierta desazón.
MALHADADO INFLUJO
Y quiso el infortunio que las palabras se convirtieran en un desatinado soplo de viento, que lejos de extinguir la llama de su interior la alentó a crecer, a revolverse embravecida contra todo lo que no gozaba de su aprobación.
Súlian de Edar
―¡¿Insinuáis que la heredera de Bánum y el Señor de Thárin merecen ser ajusticiados como vulgares rateros?! ―exclamó el anciano, volviéndose para recriminar con vehemencia un comentario que consideró demasiado a la ligera. Fue entonces cuando la hostilidad hizo su aparición en la salvaje mirada del cortesano. Hostilidad que evidenció de un modo categórico su sentimiento de supremacía. Aquel adversario aparentaba, pese a sus años, la entereza de un inquebrantable muro. Un muro en el que a simple vista no se apercibían las fisuras comúnmente producidas por debilidades humanas. Por más que se le escrutara no hallarían en él indicios de duda o miedo, ni tan siquiera la inquietud propia de todo el que estuviera en proceso de dirimir un encuentro como éste. Mas la transfiguración de su rostro no sólo aseveró la inherente sobriedad de sus maneras, expuso odio, un desmesurado odio que, sin llegar a pronunciarse, se dejaba ver más allá de unos reproches endulzados por la ejemplaridad de sus maneras.
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