
―Pensé que aún servías en las campañas de las islas del sur. No imaginas cuánto ansiaba volver a verte; hacía meses que los emisarios no traían noticias de tu paradero. Cuán doloroso ha sido vivir sin saber de ti. Cuánto desasosiego sentía al pensar que, expuesto como estabas a innumerables peligros, podía haberte ocurrido algo que me privara de tu presencia para siempre ―exclamó exteriorizando tal alegría, que de la negra nube que ensombrecía sus pensamientos no subsistió ni el recuerdo.
«¿Quién mejor que él me serviría de apoyo para evitar que recaiga en la vacuidad que la temida soledad ofrece?» pensó mientras lo abrazaba férreamente, como si fuera la respuesta a una plegaria no pronunciada.
―Así es. Y aunque la guerra aún sigue, me he visto obligado a volver; cuestiones familiares me retendrán unos días ―contestó de forma escueta y con relativo desconcierto, sin saber cómo afrontar en este deseado encuentro el peso que sobre él ejercían los años y la privación de libertad de ella. Eran estas y otras cuestiones las que lo sometían al recatado distanciamiento que en él provocaba la ausencia de una difunta niñez atesorada en la memoria.
Siendo ella la que en principio tenía más que perder, se entregó por entero a la embriagadora magia que la situación le hacía sentir. Entretanto él, a pesar de estar disfrutando del momento tanto o más que la dama, no podía evitar desligarse de una realidad que le obligaba a mostrarse receloso; que reclamaba en pos de la discreción las continuas miradas que furtivamente dirigía en todas direcciones, temeroso de ver reflejada su inmoralidad en el gesto de desaprobación de algún paseante inoportuno.
Ella notó desde el principio la rigidez del que la estrechaba sus brazos, y la pasividad a la que el pudor lo condicionaba. Pero hizo caso omiso de ello, y se concentró en extraer cuanta felicidad le fue posible; siendo tal vez ese ápice de egoísmo lo que impidió que se rompiera la espontánea armonía que manó de su rescatada inocencia, dotando a este insólito reencuentro una cautivadora ternura.

Sin embargo, y pese al adverso influjo que la aprensión y el desconcierto ejercían, condicionándolo al rechazo, la singular emotividad que con calidez los envolvía no tardó en tomar posesión del recién llegado, haciendo que tan impropia rigidez se esfumara por momentos, hasta que, escudándose en la seguridad que le proporcionaba esta ferviente muestra de cariño, se entregó sin restricciones al agradable contacto que producía el sentirse unidos como un solo ser; corroborando con una rotundidad incuestionable que sus lazos de amistad eran más fuertes que todos los preceptos sobre los que se sustentaban las estrictas normas eclesiásticas. Y fue amparándose en la placentera privacidad de aquel completo mutismo donde dio rienda suelta a reprimidas emociones, brotando de su mirar un llanto, llamado a encarnar el fruto de su creciente entusiasmo.
Escasos instantes transcurrieron antes de que el caballero reparara en su estado. Y siendo desconocedor de los sentimientos que lo había originado, no pudo menos que alarmarse. Intentó apartarla, con la esperanza de vislumbrar en su rostro el motivo de tamaña aflicción. Pero la joven se aferró aún con más fuerza, como si en estos instantes su mero contacto fuera para ella más preciso que el mismo aire.