29/6/09

Cap 10 (integro)

Santuario: Retazos De Una Pasada Existencia

Atribulado se dejó guiar por los que preservaron su vida, ansiaba llegar a su habitación y hacia ella se dirigía con la esperanza de abstraerse. Qué no daría por alcanzar un sueño que le reportara quietud, por alejarse de un malestar que se nutría de lagrimas y rencores, de la impotencia y del firme deseo de amar. Durante el trayecto el tutelado permaneció inmerso en sus cavilaciones, incluso andar se tornó secuencial, y así se mantuvo hasta encontrarse a las puertas de su reino. Cuán desconcertante resultó hallarse ante ellas, como revivir un sueño en otro tiempo cotidiano. ¿Cómo olvidar su rostro esculpido en ellas o la inscripción sobre el umbral? (apéndice)


Dejando atrás al sequito, franqueó la puerta, y el saberse al otro lado le reportó alivio, un momento de paz que empañó el pensamiento: «Honda huella dejó mi regreso. ¿Qué acontecerá mañana?» Mas no quería, no podía pensar. Con todo, y pese a la esterilidad de sus cavilaciones la necesidad de convicción le dio fuerzas para enmudecer cuanto daño se adhería al alma. Y tras una pausa se internó en la estancia, a la búsqueda de esa familiaridad que le permitiría volver a sentirse parte de ella.


La primera sensación de remembranza que acarició sus sentidos vino con aquella fragancia, que ambientaba la sala de día y la inundaba de noche. Allí, sobre las ascuas de media docena de pebeteros de bronce repartidos por la estancia, se consumían las plantas que habrían de producirla, siendo un hecho probado que pese a no enriquecer su aroma, las setas adheridas a ellas acrecentaban su efecto tranquilizador. «Este fue el aroma que nos envolvió en buena parte de nuestras vivencias» pensó, mientras observaba como largas y profusas volutas de humo se perdían en tan abovedados techos.


Durante el día y desde numerosos puntos la habitación se inundaba de luz, mas con el caer de la noche dicha labor se encomendaba a la llama. Ésta, tan serena y tenue como enérgica cuando se hallaba a merced del viento, se manifestaba lo suficiente como para recorrer el lugar. Además de en numerosas mechas que surgían de un gran candil en forma de árbol, se la encontraba en imponentes antorchas de bruñido azabache, a las que se les dio la apariencia de aves en actitud beligerante. Y tan complacido quedó por la primera impresión, que optó por continuar impregnándose de recuerdos.


No advirtió cambios en el mobiliario o la decoración, mas al llegar donde se exponían los galardones concedidos en justas descubrió un notable aumento. Tanto era así, que aunque no se paró a contarlas, estaba seguro de que donde había algo más de una veintena, se exhibían casi un centenar. Eran muchas, muchísimas, una cantidad impensable para caballero tan cargado de años. [1]


Otra de las cosas que llamó poderosamente su atención fueron aquellos objetos que parecían haber menguado, objetos tales como la armadura dorada cuyo yelmo representaba su semblante de niño en expresión combativa, el suntuoso trono tallado en mármol o el centro que sobre él descansaba. Se aproximó, y tras apartar el cetro se arrellanó en él, para permanecer largo rato, recordando que en otro tiempo, al sentarse, le colgaban las piernas.


Hallándose, ahora si, más cerca, advirtió el rumor del agua. Al igual que en los grandes salones, venía desde las alturas, aunque en este caso terminaba en un imponente arriate que se engalanaba con salvinias y jacintos del agua, del que brotaban pródigamente plantas trepadoras de diversas especies que, manipuladas, cortadas e injertadas a su vez en puntos estratégicos, conformaban la parte viviente de aquel mural, que rememoraba el día en que el señor de Bánum le hizo entrega del reino.


Al otro extremo de la sala, cercado por maderos, se dispuso un espacio de tierra batida, provisto de un generoso armero, un testaferro, y en derredor, como mudos testigos de pasadas justas, se exhibían armaduras de infantes. Jóvenes señores de lejanos reinos que lo desafiaron exponiendo mil y un motivos, desde la mera alusión a una mayor bravura, hasta la resolución de afrentas, pasando por peticiones de amor a Iliandra, en las cuales se aludía a su falta de merecimiento para desposarla en un futuro. Y tras vencer a todos y cada uno, dichas armaduras se convirtieron en trofeos.[2] El amor por ella y el miedo a que se la arrebatasen no solo disipó su repulsa a toda actividad marcial, sino que hizo que se entregase a éstas con fruición.


Y entre tantos pensamientos y visiones recordó algo inconcluso. Fue entonces cuando extrajo un pergamino ya escrito, y añadió lo siguiente: “Mi buen amigo, como quisiera estar cuando comience la cacería, mas mis quehaceres me retienen. Confió en que tus lebreles levanten la presa”. Y una vez sellada la depositó sobre una bandeja para estos fines y marchó a dormir.


Apéndice

“Viajero que hasta aquí encaminaste tus pasos, ante ti se levanta el insigne reino de Sionel. Sea lo que fuere lo que hasta él te trajo de seguro habrás de hallarlo. En igual medida habremos de ser dadivosos, ya sea dando al amigo hospitalidad, como al enemigo acero”.




[1] N. del autor: Aquel caballero que hacía las veces de paladín, instructor, consejero, y regente en su ausencia, le fue cedido por su padre. Y cuando no se hallaba en su compañía o cumpliendo cualquier mandato residía junto a los suyos en una casona en las afueras, circundada por las viviendas de los campesinos y éstas a su vez por el terruño dedicado al cultivo.


[2] N. del autor: Estas, al igual que otras muchas apariciones, fueron fomentadas por el señor de Bánum. De este modo se pretendió aleccionar al joven para cuantos envites le deparara el futuro.

26/6/09

Cap 9 (integro)

El dulzor de una mentira: Historia del Joven heraldo

INGRATA REALIDAD

Exigua fue la existencia de un esperado brote,
que apenas en contacto con la realidad murió.


Lanaiel

Al día siguiente salieron en busca de aquellos que por sus dotes de declamación y la expresividad de sus adiestradas voces ejercían de oradores, para encomendarles una importante labor. Haciendo alarde de una consumada organización se diseminaron con premura por las prefecturas de Bánum, con el precepto no solo de informar, sino de acallar y desacreditar habladurías. De esta forma se difundió la historia de lo acontecido aquella noche. Fueron sus privilegiadas voces las encargadas de adornar y convertir tan dramático suceso en un hermoso y apasionado cantar de gesta. Las que lo entonaron a modo de plegaria para enternecer el corazón del pueblo. Y juntos lloraron la pérdida del joven heraldo, muerto la pasada víspera cuando trataba de impedir que un ladrón que había franqueado los muros accediera a las estancias de los señores. Y juntos alabaron el valor y la entrega al dedicar su último aliento para alertar a sus hermanos, los cuales dieron caza al que derramó su sangre, siendo el mismo capitán de la guardia quien ajustició al criminal.

Bien acogido sea por los dioses aquel cuya lealtad le llevó a sacrificar su vida en pos de nuestra prosperidad.

Epitafio dirigido a integrantes de La Orden que dieron su vida por una causa que se estimó justa.

Así fue como esta fábula tomó cuerpo, no faltando quién tristemente embaucado se tornaba, cuando la situación era propicia, en improvisado mensajero. Un mensajero que sin gracia pero con pasión relataba tan conmovedora mentira a cuantos tuvieran a bien escucharla. Y tan prospera fue su propagación que aquel cuento llegó a traspasar las fronteras de Bánum antes de que el tiempo lo erosionara hasta matar su recuerdo. Y como cabía esperar no faltaron por parte de La Casa de Bánum alabanzas y donaciones para agradecer a La Orden que uno de sus hijos hubiera ofrecido su sangre para evitar que la de uno ellos fuese derramada.


BASTARÁ UN MOTIVO

Soy uno de los hijos desheredados que alcanzan a entrever el holocausto de una decrépita civilización en la que los valores humanos son moneda en desuso, y en la que el ser humano predica el canibalismo de la virtud. Cada día contemplo entristecido como una parte de ella perece, y la inocencia perdida adolece de realidad.

Corrompidos por la envidia los paganos adoradores del dinero cubren sus caras con grotescas mascaras de falsedad, y en mi impotencia no puedo más que odiar vuestra superficialidad y renegar de todo lo plenamente establecido, como orgulloso ateo de vuestra doctrina enferma.

Y ahora, desde donde me hallo condenado al ostracismo, me entristece confesarlo pero sé que sois el futuro, siendo esta certeza la que amargamente me hace peregrinar a la búsqueda de esa virtud, con la esperanza de encontrar entre las sobras, con que alimentar un espíritu que trata con desesperación de aferrarse a argumentos convincentes para que el mero hecho de vivir tenga sentido.


Ólonam

24/6/09

13º pasaje, Cap 8

Al amanecer, antes de que el jardín se abriera a los invitados, el capitán de Bánun se personó con media docena de hombres de ambos colectivos, los cuales tras envolver con dedicación sendos cadáveres los izaron, para encaminar sus pasos al interior. Entretanto, y pese ha haber concluido con sus deberes, el capitán de los heraldos permaneció allí, contemplando como un grupo de aprendices del gremio de historiadores trataban, ajenos a la revelación, de borrar con presteza los restos de uno sangre que no hacía mucho que se había secado.

PRISIONERO CIRCUNSTANCIAL


Allí, confinado sordamente en el pecho, habitaba un corazón que discreta y profusamente se entregó al llanto, al tiempo que la viveza de su latir se acrecentó hasta quedar sumido en la opresiva y convulsa agitación que la impotencia le hacía sentir a su portador. De esta forma, se vio sometido por el influjo que sobre él ejercía la palabra dada a mantenerse parco y esquivo en ellas, en tanto que las verdades que le quemaban en la boca morían en silencio. Negando así justo descanso a un condiscípulo próximo a perecer.

Uno de tantos poemas que nacieron del corazón, y que, debido a las circunstancias que condicionaron su creación quedaron confinados en el alma.

22/6/09

12º pasaje, Cap 8

Horas más tarde tras repetidas genuflexiones el penitente se puso en pie para contemplar el exánime cuerpo, al igual que cuanta de su esencia se había derramado en el indigno suelo. Mucha sangre lo abandonó antes de que la hemorragia fuera detenida, sangre que liberada de su prisión de carne optó por abrirse camino entre las junturas de la roca formando diversos ramales, como si hubiera huido deliberadamente de él al tiempo que lo vaciaba de vida. Pero aunque aquella sangre que parecía no haberse secado del todo no aparentaba ser más que eso: la sangre derramada de un hombre, lo que allí se expuso al condicionado y metódico mirar del capitán distaba de estar sujeto a convencionalismos o casualidades. Tanto era así que lo que allí se manifestaba cambió su vida para siempre.

Numerosos factores debieron reunirse para hacer posible tan insólita representación, que de no ser por su crueldad hubiera podido tratarse como algo artístico. El caído, cubierto con lo que fue su habito rojo fuego, parecía conformar la figura de un árbol de ramas carmesí cuyo tronco hubiera empezado a secarse.[1] Tal visión para espectadores tan devotos como iletrados habría sido acogida con temor, al dar la impresión de que los dioses le arrancaran la vida movidos por un incontrolable arrebato de creatividad, mas para alguien como el capitán era una señal, una hermosa manera de glorificar al que yacía y tal vez, sólo tal vez, una reprimenda, en la que pretendían hacerle saber cuán descontentos estaban con el trato a uno de sus hijos y, en definitiva, de como terminaron las cosas.

[1] N. del autor: El árbol, además de ser el distintivo de los portadores del ojo de dioses, es uno de los más representativos símbolos sagrados.

20/6/09

11º pasaje, Cap 8

―Gracia…madre ―dijo con voz queda al sentir el agua en sus labios. Y tras intentar vislumbrar su entorno continuó hablando. ―Está oscuro,…aún es pronto…para salir a los campos…con el padre,…dormiré un poco más…Dame una manta, madre,…tengo frió ―solicitó este, mostrando cierta placidez cuando sintió como su cuerpo fue arropado por la misma túnica de la que le desposeyeron para atender la herida.

«Su vida se apaga. Le estoy perdiendo. Se va. Dioses no permitáis que se lleve verdades que podrían cambiarlo todo».

―Óyeme bien. Contesta a mi requerimiento y podrás descansaras cuanto quieras. ¿Él dijo que la mataría? ―preguntó el capitán apremiante, como si el pasar de cada latido contara, y con él creciera su desazón. ―Aún en tu estado te está permitiendo servir a los dioses. ¿Te das cuenta?
―Los dioses…debo ofrendarme…a ellos ―indicó turbado, como si aquella fuera la única palabra con cabida en su conciencia. Ante la proximidad de la muerte debía elevar a los dioses “La última plegaria”, para que tuvieran a bien acoger su alma.

―Guiad mi plegaria,…hermano mayor,…no quiero errar… ―demandó suplicante, como si temiera perecer sin ella más que a la misma muerte, mientras a tientas conseguía aferrarse al brazo del capitán para reforzar su requerimiento. Dicho esto toda posibilidad de continuar con el interrogatorio se esfumó. No podía, por más que lo hubiese querido, negarse a compartir la última plegaria con un hermano moribundo.

Entre sus manos tomó las del joven y comenzó una oración lenta y pausada, a veces recitada a la par, a veces repitiéndose lo manifestado previamente. Y así, de forma lenta y tortuosa, prosiguieron, hasta que la segunda voz se extinguió, dejado huérfana a la que habría de subsistir hasta concluir la plegaria. Sólo entonces el capitán posó su mano en uno de los lugares donde el pasar de la sangre se mostraba al tacto, para descubrir el débil palpitar.

Dada las restricciones a las que lo condicionaba el acuerdo poco más podría hacer, y es por ello que se arrodilló junto a su cuerpo, para empezar una nueva plegaria que no finalizó hasta despuntar las primeras luces del alba.

Seguiré manteniendo la esperanza, hasta que la imposibilidad termine por abatirla del todo.[1]

[1] N. del autor: Comentario hecho por Súlian de Edar, poeta y guerrero, durante la defensa del último bastión de los Thurshálian, el cual hubo de defender con apenas un puñado de supervivientes de los constantes asedios de los ejércitos de las seis casas.

Lo que estaba destinado a ser el extermino de una civilización tomó tintes de esperanza cuando tras una prolongada y exitosa defensa se les planteó la anexión al imperio mediante un tratado de paz en el que no se habló de rendición, sino de compartir los privilegios y deberes que del resto de las casas, formándose así la séptima de ellas, La Casa de Úrman.

18/6/09

10º pasaje, Cap 8

―¿Matarla? ¿A qué te refieres? ―exclamó el capitán, el cual, pese a su más que aparente desconcierto, lo conminó a responder .

―Quieran los dioses perdonarme… ¿Quién soy yo… para dudar… de sus designios?

Como si él mismo fuera desconocedor de sus comentarios permaneció sumido en aquel acentuado trance, y cargado de un sopor tan contiguo a la inconsciencia que mantenía fuera de su alcance los requerimientos dirigidos a su persona.

«¿Hasta qué punto puede ser licito otorgar credibilidad a los desvaríos de un moribundo? ¿Pero acaso este testimonio no es tan inverosímil como para no descartarlo a la ligera?»

―¿Dijo que la mataría? ―inquirió el capitán. ―¡Vamos! No es momento de silencios. ¡Contesta! ¡Es La Fe quién te lo pide! ―. Y así, pese a la carencia de seguridad, persistió en instigar a cuanto perduraba en aquella carcasa privada de raciocinio. Sin embargo tan hostigadores requerimientos en nada condicionaron su actitud, tanto es así que sus ojos se cerraron con aparentes trazas de no volver a abrirse.

La desesperación se apoderó del capitán, y ante la imposibilidad de permanecer impertérrito asió del brazo al acólito y lo zarandeo, sin excesiva rudeza, pero con más brusquedad de la aconsejable en su estado. Acción que provocó que la apertura de sus ojos viniera coreada por lamentos que se ahogaban en su debilidad. Y tras el lastimoso resurgimiento ladeó la cabeza con la mirada perdida hacia la voz que le hablaba, sin identificar al que permanecía expectante al ver que sus labios se entregaban a la ardua labor de articular palabras.

―Tengo sed ―se limitó a decir.

Aniquiladas las esperanzas de una respuesta satisfactoria, la paciencia del capitán se vio condicionada al desbordamiento hasta tal punto, que llegó a sentir vivos deseos de golpearle. Mas en el último momento refrenó su mano consciente de lo absurdo e inadecuado de semejante acción. Y carente de más opciones se entregó a cumplir sus requerimientos, sabedor de que sería absurdo mantener por más tiempo la farsa.

16/6/09

9º pasaje, Cap 8

―Dirigían…nuestros actos. Sin saberlo…cumplíamos…su mandato. Tal vez ella…no me odiara, ni él…tuviera en…realidad…intención de matarla ―aseveró radiante, inmerso en una certidumbre enturbiada por el tono de su voz y el halo de delirio que acompañaba las expresiones de su macilento rostro. Mas a causa de la inesperada confesión la angustia se relegó a un segundo plano. Quiso el destino que la conciencia de aquel portador sintiera la punzada de un deber, que silenció todo el reducto de lástima que en su inquisidor corazón se albergaba.


IMPUREZAS DE TODO SER


La condición humana es lo más sucio e infame que tenemos. Una lacra que resulta tan indigna como necesaria, porqué ésta, de algún modo, impide que olvidemos nuestra insignificancia; la completa imposibilidad de una perfección que siempre nos estará negada. Este estigma que nos limita y en ocasiones nos condena representa los largos tentáculos de los que se vale el instinto para conduciros a la perdición. Toda ella no es más que un cúmulo de mediocridades y defectos, con los que habremos de lidiar hasta el fin de nuestros días para evitar que emerja lo execrable de nuestra mera mortalidad.

Extraído de una charla que Lábir Slohiun, uno de los alistadores eclesiásticos encargados de recolectar a los niños para La Orden, daba a un grupo de futuros acólitos al completar el primer semestre de aprendizaje.

14/6/09

8º pasaje, Cap 8

«¿Dónde encontrar palabras que calmen tu curiosidad sin faltar la confianza que me otorgas?»
―¿Qué podría importar? ―preguntó parco y displicente, para que su azoramiento fuera menos ostensible.

―A mí…me importa.

Su mera imagen resultaba hiriente, atribulaba la conciencia hasta hacer que el corazón diera un vuelco, mas sea cual fuere el rumbo que aquella injusticia tomara o cuán insoportable se volviera debía aguantar. Estaba obligado a continuar con tan insufrible papel por mucho que se prolongara, aunque por ello tuviera que hacer de la ruindad y la mentira su dogma.

«¿Tendrá a bien en su estado aceptar la ambigüedad por respuesta?»

―Nos sometemos, con o sin saberlo, a constantes pruebas impuestas por hombres y dioses, estando la mano de estos últimos detrás de todas por extraño que pudiera parecernos ―argumentó, tratando de insuflar a convencimiento.

―¿Y por qué…pese a ello…no logro encontrarle…sentido? ―volvió a preguntar, al tiempo que de su perdido mirar manó la inquietud y desesperación ungidas en un incesante mar de lágrimas.
«Te ruego que aceptes cuanto te ofrezco. No me fuerces a añadir una nueva falsedad a tus miserias y mi pecado».

―Todo en esta vida lo tiene aun cuando en su complejidad no lo hallemos. Tal vez hoy entregues la tuya, mas dicha entrega no habrá de verse exenta de valor. Y creo poder asegurar que si así ocurriera, formaría parte de intereses ya dictados que escaparían a la comprensión de muchos.

»Sólo puedo decirte que no está en mi mano contestar con mayor claridad. Reconfórtate pensando que en cierta manera te convertirías en un instrumento que fue útil a los propósitos de la Fe, y eso habrá de reportarte orgullo. Éste podría ser el momento para el que has nacido, y de ser así habrías cumplido y morirías en paz.

Pese a lo que cabría esperar del comentario, algo más sutil pero tan enfermo de vacuidad como el que lo precedió, obtuvo mayor resultado. Su juvenil rostro, como si de una bendición se tratara, se inundó de tranquilidad, algo que causó al capitán gran dolor. Y fue entonces cuando surcó el suyo con la mano, para advertir con desconcierto que ésta quedaba bañada en llanto. Era aquella una sensación perdida, olvidada tiempo atrás, apenas el vestigio de una niñez que ni tan siquiera pertenecía a esta vida. Es por ello que tan desapacible sensación representó la más clara muestra de su caída. A cuenta de dicha revelación sintió que, pese a sus años, nunca antes había estado tan unido a la mezquindad, y hasta tal punto se vio condicionado que, desde ese instante y para siempre, murió toda sensación de pureza. En lo sucesivo, y pese de seguir honrándola, jamás volvió a sentirse digno de pertenecer a La Orden, aun cuando hubo de ser la última vez que omitió la verdad.

12/6/09

7º pasaje, Cap 8

Cuando además de la negación se expresó el motivo, el joven cayó en la cuenta de cuán inadecuada era la petición y vergonzoso que tuviera que recordársele algo tan primario, mas se tragó el amargor. Y así, tras respuesta, concienciación, y un silencio tan breve como ingrato habló. La proximidad de la muerte hizo que dejara de lado todo comedimiento, para buscar la respuesta de una pregunta que le quemaba en la boca.

―Señor,…aliviad al menos mi sed de conocimiento. ¿Soy… víctima de una prueba que… no supe pasar? ―preguntó sin eludir la culpa y mostrando un desconcierto cercano a la obsesión. Llegado a este punto apenas le quedaba apelar a la lógica, aferrarse desesperadamente a ella como si se tratara de un solitario madero a la deriva en un mar de dudas. Unos de los exiguos restos a los que le era licito asirse después de aquel naufragio social.

Nunca hubo entre ellos ningún lazo emocional, mas verlo en aquel estado le partía el alma. Y ante aquello se sintió indigno, como nunca antes, indigno por el trato que le dispensó y el que habría de dispensarle e indigno por tener miedo, porque aunque le costara asumirlo, de entre todas las razones que le llevó a aconsejarle el descanso primó la más deshonesta, puesto que sabía que si la conversación seguía por estos derroteros aflorarían comentarios o preguntas destinados a airear tan indecoroso convenio. Y fue por ello que hubo de hostigar su conciencia, forzándola a engendrar mentiras que ofrecer al que yacía.


BAJO EL PESO DE LO QUE SE HA DE AMAR


Tan inusitado es el precio que pagan los hombres por mantenerse irreprochables, como exacerbados los remordimientos y la culpa que ellos mismos se infligen cuando han de faltar al honor.

Si pretendéis ocasionar el mayor de los daños volved dicho honor en contra de aquello que más hubiera de amar, y ellos mismo no cejará en provocarse un sufrimiento que difícilmente estaría en vuestra mano.

Garin

10/6/09

6º pasaje, Cap 8

―No lo vi venir ―confesó, expresando, con cada una de las formas que su persona tenía de hacerlo, hasta que punto se veía condicionado por la amargura, y como enfermo de desesperación se entregaba a la búsqueda de una redención que necesitaba más que el vivir. Es por ello que su mortificación aumentó cuando el capitán derramó indulgencia sobre sus heridas.

―Tengo sed… ―confesó en mitad del incomodo silencio, al tiempo que ladeaba la cabeza, ya no por encubrir la obviedad del llanto, si no porque le avergonzaba encontrarse con la mirada de su preceptor. ―¿Tuvieseis a bien…darme agua? ―solicitó con palabras carentes de aire, como si éstas se vieran cada vez más estranguladas.

«¡Te daría a beber mi sangre si pudiera! ¿Mas cómo hacerlo sin que se supiera que estamos viviendo una farsa?»

―Sabes que no puedo darte agua. Estás en mitad de un juicio de dioses. El mero hecho de hablarte ya roza lo prohibitivo.

»Déjate llevar por el sueño y descansa que pronto llegará la mañana. Con el sol en el cielo se ven las cosas de otra manera ―le indicó escuetamente. Y al igual que en anteriores ocasiones dejó que su severidad se diluyera hasta casi dulcificarse .


POR CUANTO HUBIERA DE DAROS


Pero aunque no brotara más que amor de vuestros labios, y los gestos de amistad se sucedieran en una interminable espiral de cordialidad, ¿cómo debería sentirme cuando renegáis de las palabras conductoras de mi pensamiento, no deseando de mí más que la armonía y el cariño de una silenciosa sonrisa?


Sunainen

7/6/09

5º pasaje Cap 8

―Nunca habría imaginado…el día en que os tuviera ante mí,…aguardando…que me llegara la muerte. Mas guardad cuidado,…sé…que tengo lo que merezco. Yo…yo…he deshonrado la orden ―indicó el joven con voz queda y visible abatimiento.

«¿Dioses por qué le permitisteis despertar? ¿Acaso no ha sufrido bastante?»

―Ahorra el aliento, hermano, y abstente de emitir juicios de valor ―respondió prestamente. Mas apenas proferir el comentario sintió que se había expresado con demasiada aspereza. Y no se le ocurrió otra cosa para tratar de suavizar la situación que seguir hablando. ―Dejarte llevar por las cavilaciones que no te hará bien. Relájate e intenta dormir un poco ―aconsejó el capitán, a medio camino entre consuelo y displicencia.

―¡No!…No lo entendéis. ¡No deseo!…vivir. Tengan los dioses a bien…darme una pronta muerte ―replicó alterado. ―De no ser así…os correspondería a vos…imponerla…Sois…al que más he desairado…y por ello…el adecuado para librar de mí…a La Orden ―reclamó, con una seguridad que de ninguna manera parecía condicionada por las circunstancias.

«¡No sigas por ahí! ¿Forman tus palabras parte de mi condena? ¿Acaso es éste el modo elegido por los dioses para hacerme ver que erre en mi decisión?»

―No seré yo quien se muestre incapaz de perdonar una falta. Y mucho menos permitir que ésta, por más que hubiera de desairarme, me lleve a pretender buscar justicia más allá de la que los dioses dictaran―. Con esta rotundidad le contestó, una rotundidad destinada a erradicar todo compromiso moral con él, a liberarlo de represalias al tiempo que le permitía distanciarse emocionalmente. Pero pese al cuidado al elegir los términos y el modo en que fueron expresados, apenas salió de sus labios aquel sentencioso comentario volvió a acrecentarse el caudal de lágrimas.

5/6/09

4º pasaje Cap. 8

Cuanto habría dado el capitán por poder hacer honor a lo que en verdad hubo de suceder. Cuanto por tomarlo de la mano y decirle que en modo alguno debía de sentirse causante de lo ocurrido. Que en realidad no era más que un infeliz usado como cabeza de turco. Un infeliz con el que comerciaron. Compraron con la reputación de ambos el silencio que traería tranquilidad a La Orden, siendo del todo irrelevante que hubiera o no de morir para que el acuerdo llegara a buen termino.

Sórdida y dolorosa habría sido la confesión y grande el daño. No obstante la dureza de esta realidad resultaría infinitamente más piadosa que el hecho de atribuirle la culpa, ya que al menos se le expondría como algo prescindible aunque de cierta utilidad. La historia urdida en cambio, lo presentaba como un completo estorbo, un ser cuya negligencia causó serios problemas. Y creyéndose responsable no concebía más deseo que el de morir con prontitud. Así la exposición a la vergüenza sería lo más breve posible. Cualquier opción se hubiera mostrado más decente y piadosa que la de permitir que tras aquella tortura cruzara las puertas de la muerte llevándose consigo esa mentira.

LA MENTIRA TIENE MIL CARAS, A CUAL MÁS HERMOSA

Difícilmente hallaréis ocasiones en las que la verdad resulte provechosa, puesto que ésta a de converger por un camino único e invariable. La mentira en cambio puede ser adornada como hubiera de convenir a cada ocasión, siendo esto lo que le da ese singular atractivo más acorde con nuestros anhelos; permitidnos componer en base a ilusiones pesares y miedos. De este modo el ingenio es capaz de doblegar la autenticidad dando paso a una verdad alternativa que, una vez concebida, puede llegar a asumir con tiempo y cuidados tintes de realidad.


Garin

2/6/09

3 pasaje Cap. 8

Muchas hubieron de ser las palabras que allí se dijeron, muchas las pausas para tomar aliento, y prolongadas las esperas que a éstas vinieron a sumarse debido a las continuas arremetidas de una tos que, desconocedora de recato, se extendía con exasperante dilación hasta remitir de un modo temporal. A aflicciones y achaques habría de añadirse el nerviosismo, que lo predisponía a expresarse, cuando podía, atropelladamente y con poca claridad, confiriéndole, pese al fervor y la entrega, cierto aire de irresoluta insensatez. Y entre tanto el capitán permanecía allí, tratando de soportar la implacable dureza de un castigo que recaía sobre su conciencia, la cual, debido a su condición, no dejaba de verse aguijoneada por hirientes mensajes impregnados desde un principio en el engaño, viéndose acrecentado el daño por la inocencia de su interlocutor.

PARA NO HERIRLOS


No hay peor veneno para el alma, ni que pudiera prestarse mejor a este fin, que el que extraemos del dolor, de un dolor que, con mentiras, infligimos a los que han de importarnos para evitarles un daño mayor.

Ulben Iknuar