Solo los adiestrados sentidos de otro cortesano habrían podido percibir el ligero aire de ansiedad que empañaba tan precipitada actuación. Una actuación que, pese a todo, resultaba convincente cuando solo se trataba de conseguir el silencio de los guardias del jardín, puesto que su condición y el rudimentario entrenamiento que les ofrecían hacía que estos se volvieran dóciles en sus adiestradas manos. Aunque, a decir verdad, poco importaba como de magistrales pudieran ser las alocuciones utilizadas en un caso como este, ya que no eran más que el hilo conductor para establecer la primera conexión empática con su improvisada víctima. Era la dulzura de su voz, y aquella singular hermosura que tan convenientemente venía asistida por un cúmulo de bien sabidas virtudes, lo que había de temerse de la joven, puesto que armonizar a la perfección con cada uno de sus gestos. La cadencia de aquella sucesión de movimientos llenos de gracia y naturalidad parecían encarnar una sutil danza hipnótica, en la que se fue viendo ligado a los sentimientos e intereses de ella por invisibles hilos de admiración y deseo, hasta que estos alcanzaron tal consistencia que se encontró sin saberlo a su merced, aguardando con mansedumbre que devorara su voluntad. Y como era de esperar aquel ardid no tardó en causar en el heraldo el efecto deseado, puesto que, al fin y al cabo, pensó ella, iban dirigidas a un campesino al que se había reeducado para ocupar un cargo de no demasiada importancia.
Una vez amansado por la calidez y libre de toda preocupación quedó absorto por su encanto, al tiempo que trataba de asimilar que alguien de tan elevada condición posara sus ojos en él para disculparse de una forma tan llana y directa que por más que buscó, víctima de una comprensible desconfianza, no logró percibir en su manera de proceder ni el más leve atisbo de la acostumbrada superioridad que solía reinar en toda conversación entre miembros de distintas clases sociales.
«Tus cándidos ojos me muestran cuán dulcemente has sido sometido. Fue fácil. Eres aún más débil de lo que cabría imaginar. Ahora lárgate antes de que Sionel dificulte las cosas rompiendo este bendito silencio».
Una vez amansado por la calidez y libre de toda preocupación quedó absorto por su encanto, al tiempo que trataba de asimilar que alguien de tan elevada condición posara sus ojos en él para disculparse de una forma tan llana y directa que por más que buscó, víctima de una comprensible desconfianza, no logró percibir en su manera de proceder ni el más leve atisbo de la acostumbrada superioridad que solía reinar en toda conversación entre miembros de distintas clases sociales.
«Tus cándidos ojos me muestran cuán dulcemente has sido sometido. Fue fácil. Eres aún más débil de lo que cabría imaginar. Ahora lárgate antes de que Sionel dificulte las cosas rompiendo este bendito silencio».
―“No permitamos que el mal que provocó la noche perdure hasta la llegada del Sol” ―añadió, poniendo de este modo el broche final a una nueva victoria. Por más que quiso no supo responder a la mujer, estaba demasiado desconcertado para articular el increíble caudal de palabras que se arremolinaban en su cabeza. Palabras que fueron rápidamente desechadas al juzgarlas de una pobreza indigna de ella. Y tras envainar el arma la obsequió con una larga y solemne reverencia acompañada de las correspondientes inflexiones propias del credo, mientras una mueca de satisfacción se dibujaba en su cara al oír como era referida en voz alta la cita extraída del libro sagrado.
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