Sus piernas flaquearon, y lenta y pesadamente se desplomó, para yacer, al igual que un árbol recién talado, en el ingrato suelo. Sometido por ofrecer credibilidad a la hiriente dulzura de sus mentiras. Y solo entonces, con más tristeza que miedo, el heraldo la contempló despojada del halo de divinidad que mantenía su naturaleza velada.
Sobre él, con el puñal aún en alto, permaneció Iliandra, haciendo acopio de quietud para no asentarle un sinfín de feroces cuchilladas; en tanto que los ojos de ella se eternizaban en los suyos. Ojos que habían de reflejar la dureza de un depredador que estuviera al tanto de la presa, aguardando el término de la agonía que precedería a la muerte.
En el transcurso de un breve instante, la virtud que aquella diosa terrenal representó a los ojos del heraldo fue depuesta, al tiempo que Sionel la enaltecía para sus adentros. Tal habría de ser el encomio atribuido a tan inesperado gesto de lealtad, que no perduró en él ni el más leve atisbo de reproche o incomprensión por truncar su muerte, del mismo modo que careció de importancia el hecho de que para que esto ocurriera, se entregase a otro que ocupara su lugar.
CRUELDAD ES…
Crueldad es cuando con risas acrecientas el brotar de lágrimas que en mi necesidad de consuelo creí acallarías. La misma necesidad que me llevó a vencer la vergüenza que me impedía confiar en ti para enseñarte la herida de la que ahora te burlas.
¿Cómo pueden ser mis lágrimas el precio de tu alegría?
Lanaiel.
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