Tan ciego estaba de amor que casi llegó a temer que la mujer despertara, que lo privara así del consuelo de ver endulzada la muerte con el beso que pretendía robar impunemente de su boca. Mas fue entonces cuando una voz solitaria y preñada de autoridad irrumpió sentenciosa desde el exterior, para arremeter con rotundidad contra aquellos tendenciosos cánticos, sin más amparo que el que podía ofrecerle el desconcierto producido por su inesperada presencia. La sorpresa causada por la interrupción aniquiló la pretendida solemnidad que trataban de imprimir a ese momento, sumiéndolos en un irremisible caos que terminó por someter la exaltación de un réquiem que se tornó agonizante, y comenzó a extinguirse de cada una de aquellas gargantas que involuntariamente lo condenaron a la ingratitud del silencio cuando tan próximo estaba de consumarse.
―¡Deponed las armas, caballeros de la Fe! ¡Yo así lo exijo en nombre del señor de esta Casa! ―exclamó una voz que a todos pareció salida de la nada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario