Al verse desposeído del sustento que proporciona el alma el cuerpo fue ofrendado con rudeza a la tierra, convirtiéndose en un desvencijado títere enfermo de lasitud, y condenado a un transitorio letargo que en poco habría de diferir con la muerte hasta el momento en que su espíritu le fuese restituido por los dioses, siempre y cuando esto resultara conveniente a sus ojos. Sin embargo no le faltó en la privación de conciencia, la lealtad de unos brazos que renunciando a la espada impidieron la caída. Y allí quedó ausente de sí misma, y sin más parapeto que el brindado por el cuerpo del que la acogió para fundirse con ella en el silencio de un sentido abrazo. Un abrazo del que se desprendió, junto con la muestra del más puro amor, el pérfido sedimento de esa amarga hiel que siempre nos acompaña para ensombrecer nuestra existencia desde el momento en que tomamos consciencia de que nos hallamos más próximos a la extinción de lo que cabría imaginar. Y pese a lo adversa que la situación se presentaba, y por extraño que pudiera parecer, sólo cuando se desató sobre el pecho del caballero el incesante y embravecido latir del corazón ajeno, logró el suyo recuperar parte de esa quietud de la que fue despojado por el repentino desvanecimiento de la dama; aunque exiguo se a de exponer todo consuelo ante un final que se auguraba tan próximo.
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