―Aun así espero que llegáramos en buen momento, y que en este intervalo no ocurriera nada que tengamos que lamentar―. Fue así como el enviado del Señor de Bánum presentó sus disculpas, dentro de las cuales podían encontrarse reproches, halagos y acusaciones, bajo un mismo halo de irónica cordialidad, haciendo caso omiso tanto de la joven desmayada, como del centinela herido que permanecía en el suelo.
―En buena hora aparecisteis... Y no…no oiréis de mis labios queja alguna. Tuve mi escolta cuando me vi necesitado de ella. Os eximo junto a vuestros hombres de toda culpa, esperando que vos hagáis lo mismo en vista de mi desacostumbrado proceder ―dijo Sionel apresurándose a contestar, al tiempo que trataba de tomar las riendas de la situación como correspondería a alguien de su ascendencia. Ante dicha propuesta el anciano no se aventuró a responder, sólo una afirmación a modo de reverencia expresó su conformidad, y entre ellos el asunto quedó zanjado.
Aunque Sionel hizo cuanto estuvo en su mano, no logró ocultar a los vestigios de su azoramiento. El tono de su voz le falló en un par de ocasiones, y las palabras, carentes de la firmeza necesaria, sonaron temblorosas, como si recordara una lección mal aprendida; y no era para menos, puesto que aquel cúmulo de circunstancias lo habían colocado en el epicentro de lo que podía convertirse en una improvisada carnicería.
Ambas facciones fueron ofendidas e igualmente ambas se encontraban, según las leyes, en su derecho de impartir justicia. Aquello dejaba la veda abierta para que dos falanges armadas, que quisieran castigar junto con ésta todas las ofensas pasadas, optaran por dar rienda suelta a sus más primarios instintos.
Muchos eran los cargos que pesaban sobre la infeliz pareja, y por ello la cierta inmunidad de su posición, no les otorgaba en estos instantes la menor seguridad. El hecho de hallarse en un lugar prohibido, en compañía de la mujer de otro hombre de la misma condición social, y que la sangre de un eclesiástico fuera vertida, parecía, a criterio de muchos, algo determinante y condenable en mayor o menor grado. Mas a pesar de sus convicciones nadie hizo nada, ambos bandos quedaron a la espera de una señal que no llegaba.
«Al menos es consciente de cuán delicada resulta la situación que sobre ellos pesa; cualquier muestra de altanería habría dificultado considerablemente mi labor. Es una pena que ella perdiera la conciencia, podría haberme dicho, sin palabras,[1] cuanto aconteció. Sería más fácil llevar a cabo la defensa siendo sabedor de lo de sucedido. La situación me obliga a mantenerme circunspecto en hechos, y sólo podré rebatir aquello a lo que se le atribuya veracidad».
[1] N. del autor: “Hablar sin palabras”, es un lenguaje de signos sutiles, que asociados a ciertas palabras, de un modo concreto, permite a los cortesanos de esta casa intercambiar mensaje o mantener una conversación privada que coincidiera con otra a todas luces trivial.
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